El monstruo más guapo del mundo

Persona con el rostro cubierto de cicatrices y heridas, vestida con una capa oscura y capucha. Su expresión es seria y su mirada intensa. El fondo es negro, lo que resalta el dramatismo del retrato y la textura de la ropa y el maquillaje.

Jacob Elordi es el nuevo Frankenstein, y el resultado es tan revelador como inquietante: el monstruo más guapo del mundo. Guillermo del Toro lo ha convertido en el cuerpo perfecto de la diferencia, en un ser trágico de mandíbula esculpida y mirada triste. Su Frankenstein, estrenado el 7 de noviembre en Netflix, demuestra que hasta la fealdad necesita pasar por el filtro de la belleza para ser aceptada.

Elordi encarna al marginado con la serenidad de un modelo de perfume. Su criatura no da miedo; provoca ternura, deseo y una vaga melancolía. Es una decisión que parece contradictoria, pero que encaja perfectamente con nuestro tiempo: una época que convierte en estética cualquier herida, que transforma el dolor en tendencia. Hasta el monstruo necesita ser fotogénico para tener derecho a compasión.

El problema no es Elordi, sino lo que su elección nos revela. En la pantalla, la diferencia resulta emocionante; en la calle, sigue incomodando. Nos fascina el monstruo cuando lo interpreta alguien guapo y se desenvuelve en un relato elegante, con música de violines. Pero cuando la diferencia se manifiesta sin maquillaje, en un cuerpo torcido, en una mano ausente, en una mirada que no encaja; ya no inspira poesía: inspira distancia.

Las personas con discapacidad conocemos bien esa frontera. La mirada que se posa, que mide, que duda entre la compasión y el rechazo. Esa mirada que nunca es neutral, que se disfraza de ternura pero transmite incomodidad. En la vida real, no hay director de fotografía que suavice el plano. No hay guion que convierta la rareza en símbolo. Solo cuerpos que existen sin pedir permiso, aunque a otros les moleste verlos.

Del Toro siempre ha entendido eso. Por eso su Frankenstein emociona incluso con un actor de rostro perfecto: porque la historia sigue hablando de exclusión, de soledad y de la violencia de la mirada. Pero la elección de Elordi funciona como espejo. Nos enfrenta a una pregunta incómoda: ¿cuánta empatía depende de la belleza? ¿Hasta qué punto solo somos capaces de entender el dolor cuando se nos presenta en un envoltorio agradable?

El Frankenstein de Del Toro, paradójicamente, desnuda nuestra hipocresía. Nos conmueve el monstruo más guapo del mundo mientras seguimos evitando al diferente en la vida cotidiana. Celebramos la diversidad en los discursos, pero seguimos mirándola de reojo cuando se materializa a nuestro lado.

Quizá ese sea el verdadero logro de la película: hacernos ver que incluso con el rostro más bello, el monstruo sigue siendo un espejo. Y que lo que devuelve no es su fealdad, sino la nuestra.

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *